jueves, 23 de febrero de 2012

Recuerdos de un extraño (el exilio de Benjamín Costas) - Capítulo 1: "La irrupción"

El primer recuerdo del que tengo registro proviene de mi niñez: era una tarde de Abril cuando mi abuelo me llevó a la inauguración de la estación de trenes de un pueblo en las afueras de la ciudad. Él había colaborado para crearla junto con otros inversores y conocidos suyos que trabajaban en el gobierno de ese entonces. Me encontré perplejo ante la cantidad de personas que habían dado el presente en aquel acontecimiento; aparentemente se trataba de un gran aporte para los habitantes del lugar ya que se ahorrarían una considerable cantidad de tiempo para llegar a capital.
Inquieto y fastidiado al notar que el único motivo para haberme llevado allí había sido el cuidado de las apariencias, caminé entre la muchedumbre hasta que finalmente me perdí. Luego de un tiempo pronunciado me cansé de caminar y evidencié que mi ausencia no había llamado la atención de nadie. Me senté en el banco más cercano al último andén con la esperanza de que el evento terminara lo más rápido posible. Noté a una niña de aparentemente mi misma edad  que me observaba y que luego de unos minutos, se me acercó. Sus ojos eran color miel y su pelo castaño oscuro, tez blanca y una sonrisa merecedora de todas las riquezas de este mundo, en contraste con su vestido desteñido y sus sandalias desgastadas.
“¿Estás perdido?” – Preguntó tímidamente y aguardó por mi respuesta – “No” – le contesté en forma cortante, tratando de disimular mi asombro por su interés. Durante tan sólo unos segundos me evaluó con un gesto aparentemente reflexivo y se sentó a mi lado -  “¿Vas a subir al viaje inaugural?” – Volvió a insistir a pesar de mi postura reservada, intentando encontrarse con mi mirada esquiva.
Cuando junté el coraje suficiente para mirarla a los ojos y responderle, un hombre desde las profundidades de la multitud la llamó por su nombre, tomó su mano y la ayudó a subir al tren con él, sentándose junto a la ventana. La gente comenzó a cruzarse delante de mí interrumpiendo por momentos mi visión, pero me resultó imposible apartar la mirada de la de ella, que seguía observándome fijamente con una expresión que no lograba descifrar por completo pero que sentía que se reflejaba en mi rostro también.
El tren partió rumbo a capital, alejándola para siempre. Regalándome un recuerdo que llevaría conmigo en el transcurso de los años siguientes y tan sólo un nombre del cual aferrarme, “Clara”.

Promediando el último año de mis estudios secundarios tuve mi primera “irrupción”. En medio de una clase, a la que no le estaba prestando la más mínima atención, me detuve a observar a un compañero que se sentaba a un par de pupitres de distancia. A pesar de haber compartido el aula durante los últimos cinco años nunca había tenido contacto alguno con él. Siempre fui una persona introvertida y, debo reconocer, reacia a las actividades típicas de los adolescentes que me rodeaban. Era de mi preferencia mantener una postura expectante con respecto a los demás y ese día no fue la excepción. La diferencia radicó en que, mientras más me concentraba en el rostro de aquel muchacho, más cercano a él me sentía. Inesperadamente, como si estuviese experimentando un trance momentáneo, sentí mis ojos desvanecerse y me perdí en sus pensamientos. Cuando pude enfocar nuevamente mi visión comprendí que estaba sumergido en uno de sus recuerdos, atravesando el umbral de su intimidad sin levantar sospecha alguna.
Era como si hubiese podido dividir mi atención entre la realidad y esta nueva y asombrosa revelación, sin perder la noción de lo que ocurría a mí alrededor. Inmediatamente lo contemplé en una habitación a oscuras, junto a una mujer mucho mayor que él. Aquella mujer no era nada menos que la profesora que estaba en ese preciso instante repartiéndonos los resultados de un examen que nos había tomado la semana anterior, el cual reprobé por falta de preparación y su consentido aprobó magistralmente.
Aunque pareciera extraño, en algún rincón de mi ser no estaba sorprendido en absoluto, era como si inconscientemente hubiese sabido todo el tiempo que aquel don había estado allí latente y esperando el momento indicado para surgir.
A partir de aquella enriquecedora experiencia comencé a ejercitar el arte de visitar los recuerdos ajenos, aprendiendo mucho más de lo que jamás hubiese imaginado acerca de la naturaleza humana. Lamentablemente, mientras más recuerdos transitaba, más desesperanzador se volvía el panorama y por ende, más espectador me volvía en referencia del resto del mundo.
Al terminar mis estudios abandoné la casa donde crecí y me alejé lo más posible de las personas en las que había “irrumpido”. A veces, conocer en detenimiento el pasado de quienes conforman el círculo familiar no es del todo conveniente, sobre todo al tratarse de vínculos como los que me han tocado en suerte.
Llegado el momento de partir, hubo una especie de pacto de silencio con mis padres, ellos no harían preguntas sobre mi destino y no tendrían que tolerar por un tiempo indeterminado mi permanente mirada de reprobación y rechazo. Aquellas fueron las ventajas y desventajas de haber sido criado en una familia relacionada históricamente con el dinero y la aristocracia, en un país donde todos sabemos lo que eso conlleva con respecto a la moral y a las relaciones personales.
Algo negativo para destacar en referencia a mis visiones era la omisión de las circunstancias que llevaban a las personas a hacer cosas que luego recordarían por el resto de sus vidas. Comprendí que los recuerdos que se tienen más presentes son aquellos que la gente lamenta o desean haber hecho de otra forma. En conclusión, nadie olvida, solamente continúan viaje de la misma forma en que yo lo estaba emprendiendo.

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