lunes, 27 de febrero de 2012

Recuerdos de un extraño (el exilio de Benjamín Costas) - Capítulo 3: "El veredicto"

Atendí el teléfono con la esperanza de obtener algún indicio del paradero de Clara, pero lo único que escuché del otro lado fue una respiración entrecortada que no emitía palabra alguna.
“¿Quién es?” – Pregunté con tono nervioso y, luego de unos segundos interminables, me dieron la tan anhelada respuesta.
 “Mi nombre no es algo relevante, en realidad, nunca lo supiste. De la misma forma que nunca te interesó el nombre de todos aquellos a los cuales “irrumpiste” sin autorización.” – Sentí un frío helado recorrer mi espalda mientras dejé que la extraña pero familiar voz masculina continuara con su mensaje.
“Nos conocimos hace algunos años en la librería donde trabajo, en el centro de la ciudad. Ese día te adentraste en mi memoria sin ningún derecho, robándome un fragmento de mi pasado. Desde ese momento una parte mía sobrevive dentro de tu mente al igual que las de todas las personas a las que has manipulado a tu antojo.”
A pesar del terror provocado por aquella llamada lo único que me preocupaba era saber dónde se encontraba Clara y si corría algún peligro, así que sin tomar real conciencia de lo que estaba sucediendo pregunté: “¿Dónde está Clara? Si le hiciste algo soy capaz de…” – “No nos estamos entendiendo” – me interrumpió – “Soy el portavoz de todas tus víctimas y es mi deber hacerte saber que hemos decidido castigarte por lo que nos has hecho y tomamos la determinación de invadir tu mente hasta que no quede nada de ti, en absoluto.”
A pesar de comprender el peligro de mi situación, no conseguí ordenar mis pensamientos del todo y él prosiguió con su veredicto: “Para que tu castigo pueda ser llevado a cabo debes despojarte del último recuerdo propio que posees. El recuerdo del cual te has estado aferrando todos estos años inútilmente en tu afán de crear una esperanza tan sólo ilusoria.”
Las lágrimas comenzaron a caer de mis ojos recorriendo mis mejillas, pero mi rostro  mantuvo el gesto inexpresivo de quien por fin se resigna a afrontar sus pecados y sus consecuencias – “Quiero que mires nuevamente a tu alrededor y termines de comprender que ya no hay escapatoria.” – concluyó.
El teléfono que estaba en mi mano se desvaneció y la realidad comenzó a hacerse presente. Hice caso a la orden de mi verdugo, dirigí mi mirada hacia atrás y contemplé lo insospechado. Me encontraba nuevamente en la terminal de subtes, demacrado por la falta de alimentos y fumando el cigarrillo que me había obsequiado un extraño que estaba de paso. Aquel era el sitio donde creí haber encontrado mi redención, pero tan sólo seguía aguardándola, sin darme cuenta que el umbral de la locura ya había quedado atrás.
En mi afán autodidacta por conocer en profundidad la naturaleza humana a través de mis víctimas simplemente perdí el control, acercando las distancias y volviendo las diferencias entre nosotros prácticamente imperceptibles.
Busqué en mi bolsillo y encontré, como era de esperarse, los últimos billetes que me quedaban, los que alguna vez creí haber utilizado para invitar a mi Clara un café.  La desesperación nos puede hacer ver espejismos, como un oasis en pleno desierto a alguien torturado por la sed.
Salí a la calle, compré un lápiz y un cuaderno y comencé a escribir mi relato sentado en la mesa de una cafetería mientras bebía un café. Cada minuto que transcurría, las voces en mi mente se hacían más fuertes y desafiantes, la sentencia se estaba llevando a cabo y ya no me quedaban fuerzas para negarme a mi trágico destino.
Una vez terminada mi escritura comprendería que había llegado el momento de entregarme y reconocer mi culpa. Sabía que una vez que sacrificara el último recuerdo que me pertenecía mi cuerpo quedaría vacío, mi mente ocupada por todos los recuerdos que me había apropiado y me convertiría en el único ausente. Ya no quedaría nada de mí y sería condenado al exilio, un exilio sin tiempo ni espacio, único y desconocido. Un exilio que considero justo.

He decidido que mi última víctima sea la moza que vendrá a cobrarme el café cuando la llame. Debo actuar rápidamente antes de quedar totalmente aturdido por las voces que se van incrementando y no poder concentrarme en Clara y nuestro primer encuentro. En mi Clara, la única que fue capaz de regalarme un oasis antes de que el escenario quedara desierto y la obra consumada.
Mi amada Clara.

viernes, 24 de febrero de 2012

Recuerdos de un extraño (el exilio de Benjamín Costas) - Capítulo 2: "Clara"

Desde un comienzo mi motivación primordial fue la curiosidad, pero a medida que fui coleccionando recuerdos, esta actividad comenzó a tornarse adictiva. No solamente era testigo del pasado de mis víctimas, también percibía las sensaciones de los protagonistas. Mi colección era inmensa y constaba desde inocentes situaciones de la infancia hasta todo tipo de encuentros sexuales, pasando por excesos propios de la adolescencia y de individuos absueltos de todo margen moral. Debo reconocer que nunca fui capaz de negarme ante la posibilidad de adquirir nuevas experiencias.
Pasaron cuatro años desde que comencé un trayecto indefinido en busca de nuevos y diferentes recuerdos y como fruto de mi necesidad, la búsqueda se hacía cada vez más difícil y desgastante.
Poco a poco me había convertido en un parásito que se alimentaba de la memoria ajena y había comprendido algo de lo que la vorágine producida por mi sed exhaustiva no me había dejado percatarme. Cada persona en la que “irrumpía” su recuerdo era borrado y en contraposición, cada registro que arrebataba ocupaba el lugar perteneciente a uno propio. Por cada nuevo fragmento de memoria que me adjudicaba debía sacrificar alguno de mi propiedad y, a pesar de no haber llevado una vida de la cual estaba orgulloso hasta ese momento, tampoco estaba seguro de cuánto tiempo más podría llegar a mantenerme alejado de la locura provisto, única y exclusivamente, por extracciones de vida que no me pertenecían.
Durante un tiempo traté de controlar mis instintos pero ya era demasiado tarde, me había dejado consumir por mi propio don y sin darme cuenta, me había condenado para siempre.
Sumado a mi problemática primordial, me transformé en un fumador compulsivo, promediando los tres atados de cigarrillos diarios. Muchas de mis más terribles adquisiciones tampoco me dejaban conciliar el sueño así que mi estado físico era deplorable y, en adición, ya no recordaba ningún dato relacionado a mis padres. Debido a esto mis recursos económicos eran prácticamente inexistentes y había olvidado la última vez que había ingerido algún tipo de alimento.
Una noche fui a recorrer las terminales de subtes, donde encontraba generalmente la mayor variedad de potenciales víctimas. Promediando la medianoche, me encontraba sentado en un banco de la terminal a punto de encender un cigarrillo que un extraño me convidó. En ese momento, una mujer se me acercó y sucedió algo que de haberlo imaginado, no hubiese sido tan perfecto.
“Disculpe, ¿tiene fuego?” – Su voz sonaba tranquila y despreocupada, desconociendo el monstruo que tenía en frente – “Si, por supuesto” – le contesté y busqué rápidamente el encendedor, al mismo tiempo que trataba de adquirir disimuladamente una postura más erguida. Ella se sentó junto a mí mientras encendía el cigarrillo y al ingerir su primera bocanada de humo fue cuando nuestras miradas, por fin, se cruzaron.
“¿Cuál es tu nombre?” – Pregunté dubitativo – “Clara, mi nombre es Clara” – contestó con aquella misma sonrisa merecedora de todas las riquezas del mundo; solamente que esta vez, se había convertido en una hermosa mujer y estaba vestida con una camisa blanca, pantalón negro de oficina y un saco haciendo juego entreabierto. Me pareció estar viviendo un momento surrealista, digno de alguna película de bajo presupuesto.
La invité a tomar un café con lo poco que me quedaba de dinero en los bolsillos y haciéndome ejercitar una capacidad de asombro que creía extinta, ella aceptó. Hablamos durante horas y concertamos un nuevo encuentro para la semana siguiente. Nunca supe si me reconoció inmediatamente de aquella vez en que éramos niños, pero debido a la fluidez con que se fueron dando los acontecimientos supuse que era evidente.
Ya nada de eso importaba, desde un primer momento supe que éste era el motivo por el cual uno de mis últimos recuerdos previos a la aparición de mi don nunca se había borrado, ella era la clave para volver a retomar mi historia desde el preciso lugar en el que la había dejado y comenzar a tener injerencia en el curso de mi propia vida. Clara había reaparecido oportunamente, como una señal que me advertía que la salvación era posible.

Durante las siguientes semanas intenté recuperar el tiempo que había pasado enajenado. Encontré trabajo en una librería cerca del departamento donde vivía Clara y paulatinamente, la necesidad de ejercer mi cualidad fue disminuyendo. Los textos narrativos comenzaron a ser mi pasatiempo y la motivación para verme tentado en dejar algún registro de mis vivencias.
Para ser totalmente sincero debo confesar que el deseo de averiguar qué había sido de Clara todos estos años pudo más y me vi tentado a “irrumpir” en su memoria, prometiéndome a mi mismo hacerlo por única y última vez.
Después de reiterados intentos descubrí que mi capacidad me había abandonado. Me resultó imposible indagar en los recuerdos de la mujer que amaba, sin embargo, lejos de añorarlo, me sentí aliviado. Finalmente todo había acabado.

Al cabo de unos meses decidimos irnos a vivir juntos a su departamento ya que entre los dos no cobrábamos lo suficiente en nuestros respectivos empleos para hacernos cargo de un alquiler mayor. Esporádicamente la culpa me acechaba al tener que mentirle a Clara cuando me preguntaba acerca de mi familia o mi vida pasada, pero era algo necesario que debía hacer para no complicar ni alterar nuestra vida cotidiana.
Le mentí al decirle que mis padres habían fallecido y que había sido criado por mis abuelos, pero para contrarrestar esta situación, era totalmente sincero al declararle mi absoluta devoción por ella y prometiéndole que siempre iba a estar cuando me necesitara.
A pesar de haber pasado gran parte de mi vida por un verdadero infierno, cada vez que confesaba mis sentimientos hacia ella una sensación de redención me invadía y aquello era algo totalmente innovador en mí. Poco a poco mi colección de recuerdos ajenos se fue apagando y las voces y rostros que en el pasado habían sido mi obsesión y me atormentaban a diario se fueron desvaneciendo.

La tarde ya se estaba consumiendo cuando llegué a nuestro hogar. Me resultó extraño no encontrar a Clara con el mate preparado para conversar acerca del día que habíamos tenido cada uno en el trabajo. A una hora de mi regreso los nervios comenzaron a invadirme. Mi para ese entonces prometida, habitualmente salía de trabajar media hora antes de lo que a mi me correspondía en la librería y era costumbre que llegara a casa antes del atardecer. Traté de contactarla por intermedio del teléfono celular pero descubrí que el mismo se encontraba fuera de servicio. Mi garganta ya estaba totalmente irritada por los dos atados de cigarrillos que había consumido en las últimas horas. Estaba desesperado y me sentía impotente ante la situación así que sin pensarlo demasiado y a modo de acto reflejo, cuando la aguja del reloj marcó las nueve de la noche salí a buscarla.
Al llegar a la puerta y ubicar las llaves en la cerradura, escuché sonar el teléfono.

jueves, 23 de febrero de 2012

Recuerdos de un extraño (el exilio de Benjamín Costas) - Capítulo 1: "La irrupción"

El primer recuerdo del que tengo registro proviene de mi niñez: era una tarde de Abril cuando mi abuelo me llevó a la inauguración de la estación de trenes de un pueblo en las afueras de la ciudad. Él había colaborado para crearla junto con otros inversores y conocidos suyos que trabajaban en el gobierno de ese entonces. Me encontré perplejo ante la cantidad de personas que habían dado el presente en aquel acontecimiento; aparentemente se trataba de un gran aporte para los habitantes del lugar ya que se ahorrarían una considerable cantidad de tiempo para llegar a capital.
Inquieto y fastidiado al notar que el único motivo para haberme llevado allí había sido el cuidado de las apariencias, caminé entre la muchedumbre hasta que finalmente me perdí. Luego de un tiempo pronunciado me cansé de caminar y evidencié que mi ausencia no había llamado la atención de nadie. Me senté en el banco más cercano al último andén con la esperanza de que el evento terminara lo más rápido posible. Noté a una niña de aparentemente mi misma edad  que me observaba y que luego de unos minutos, se me acercó. Sus ojos eran color miel y su pelo castaño oscuro, tez blanca y una sonrisa merecedora de todas las riquezas de este mundo, en contraste con su vestido desteñido y sus sandalias desgastadas.
“¿Estás perdido?” – Preguntó tímidamente y aguardó por mi respuesta – “No” – le contesté en forma cortante, tratando de disimular mi asombro por su interés. Durante tan sólo unos segundos me evaluó con un gesto aparentemente reflexivo y se sentó a mi lado -  “¿Vas a subir al viaje inaugural?” – Volvió a insistir a pesar de mi postura reservada, intentando encontrarse con mi mirada esquiva.
Cuando junté el coraje suficiente para mirarla a los ojos y responderle, un hombre desde las profundidades de la multitud la llamó por su nombre, tomó su mano y la ayudó a subir al tren con él, sentándose junto a la ventana. La gente comenzó a cruzarse delante de mí interrumpiendo por momentos mi visión, pero me resultó imposible apartar la mirada de la de ella, que seguía observándome fijamente con una expresión que no lograba descifrar por completo pero que sentía que se reflejaba en mi rostro también.
El tren partió rumbo a capital, alejándola para siempre. Regalándome un recuerdo que llevaría conmigo en el transcurso de los años siguientes y tan sólo un nombre del cual aferrarme, “Clara”.

Promediando el último año de mis estudios secundarios tuve mi primera “irrupción”. En medio de una clase, a la que no le estaba prestando la más mínima atención, me detuve a observar a un compañero que se sentaba a un par de pupitres de distancia. A pesar de haber compartido el aula durante los últimos cinco años nunca había tenido contacto alguno con él. Siempre fui una persona introvertida y, debo reconocer, reacia a las actividades típicas de los adolescentes que me rodeaban. Era de mi preferencia mantener una postura expectante con respecto a los demás y ese día no fue la excepción. La diferencia radicó en que, mientras más me concentraba en el rostro de aquel muchacho, más cercano a él me sentía. Inesperadamente, como si estuviese experimentando un trance momentáneo, sentí mis ojos desvanecerse y me perdí en sus pensamientos. Cuando pude enfocar nuevamente mi visión comprendí que estaba sumergido en uno de sus recuerdos, atravesando el umbral de su intimidad sin levantar sospecha alguna.
Era como si hubiese podido dividir mi atención entre la realidad y esta nueva y asombrosa revelación, sin perder la noción de lo que ocurría a mí alrededor. Inmediatamente lo contemplé en una habitación a oscuras, junto a una mujer mucho mayor que él. Aquella mujer no era nada menos que la profesora que estaba en ese preciso instante repartiéndonos los resultados de un examen que nos había tomado la semana anterior, el cual reprobé por falta de preparación y su consentido aprobó magistralmente.
Aunque pareciera extraño, en algún rincón de mi ser no estaba sorprendido en absoluto, era como si inconscientemente hubiese sabido todo el tiempo que aquel don había estado allí latente y esperando el momento indicado para surgir.
A partir de aquella enriquecedora experiencia comencé a ejercitar el arte de visitar los recuerdos ajenos, aprendiendo mucho más de lo que jamás hubiese imaginado acerca de la naturaleza humana. Lamentablemente, mientras más recuerdos transitaba, más desesperanzador se volvía el panorama y por ende, más espectador me volvía en referencia del resto del mundo.
Al terminar mis estudios abandoné la casa donde crecí y me alejé lo más posible de las personas en las que había “irrumpido”. A veces, conocer en detenimiento el pasado de quienes conforman el círculo familiar no es del todo conveniente, sobre todo al tratarse de vínculos como los que me han tocado en suerte.
Llegado el momento de partir, hubo una especie de pacto de silencio con mis padres, ellos no harían preguntas sobre mi destino y no tendrían que tolerar por un tiempo indeterminado mi permanente mirada de reprobación y rechazo. Aquellas fueron las ventajas y desventajas de haber sido criado en una familia relacionada históricamente con el dinero y la aristocracia, en un país donde todos sabemos lo que eso conlleva con respecto a la moral y a las relaciones personales.
Algo negativo para destacar en referencia a mis visiones era la omisión de las circunstancias que llevaban a las personas a hacer cosas que luego recordarían por el resto de sus vidas. Comprendí que los recuerdos que se tienen más presentes son aquellos que la gente lamenta o desean haber hecho de otra forma. En conclusión, nadie olvida, solamente continúan viaje de la misma forma en que yo lo estaba emprendiendo.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Recuerdos de un extraño (el exilio de Benjamín Costas) - Prólogo

    Mi nombre es Benjamín Costas, nací en Buenos Aires en el seno de una familia de clase media alta en el año 1986. A los diecisiete años de edad desarrollé una extraña habilidad que me distinguió del resto de mis pares durante el transcurso de mi corta pero sustancial existencia. La misma consiste en poder observar, para luego apropiarme de los recuerdos de otras personas.
Todo comenzó como un juego de carácter casi infantil, en el que encontraba divertimento adentrándome en el registro más íntimo que cada integrante de mi entorno tenia sobre su propia vida. A medida que los años pasaron y mi curiosidad fue desarrollándose paralelamente con mis debilidades, comencé a hacer hincapié en las características que más me atraían de mis víctimas: sus miserias, frustraciones e incluso, sus instintos más bajos.
En algún momento la culpa intentó detener mi actividad, pero la lucha no duró demasiado. Me refugié en la excusa de que por algún motivo había sido beneficiado con este don y, en consecuencia, no encontré ningún obstáculo ni impedimento para entregarme a lo que la naturaleza me había otorgado. Sentía que era mi derecho y obligación aprovechar lo que era capaz de hacer porque, en definitiva, nunca había pedido nada de todo aquello.
Llegó un punto en el que la gente cercana a mi ya no satisfacía lo que para ese entonces, era una necesidad  y comencé a visitar los recuerdos de desconocidos, medida que me abrió un nuevo horizonte y un abanico renovado de posibilidades.
Celoso de compartir mi secreto no sentía a nadie digno de merecer mi confianza, acto que me llevó a mantener una relación lejana al resto, distanciándome cada vez más de una sociedad que había pasado a ser mi propia gran obra de entretenimiento.
Quien esté leyendo este texto se debe estar preguntando el por qué de mi relato y entiendo su inquietud. Creo que ha quedado evidenciado que la soberbia me inundó hasta hacerme llegar a una instancia en la que ya no pude ver lo que realmente me estaba ocurriendo y a dónde era capaz de arrastrarme la misma cualidad que me había dejado tan ciegamente fascinado.
Prácticamente de forma accidental fue que descubrí que todo lo que me había sido obsequiado acarreaba un precio muy alto, al mismo tiempo en que  descubrí que no podría deambular en soledad por el resto de mis días cuando ella se cruzó en mi camino.
Esta es la historia que, a fin de cuentas, jamás hubiese querido tener que contar y sin embargo, la que me devolvió todo lo que alguna vez fui y que casi había olvidado completamente.